A Bertrand Russell, filósofo, matemático y profesor de universidad se le considera el padre de la filosofía analítica moderna. Recibió el premio Novel en 1950. Su actitud pacifista le costó la ruina económica e, incluso, la cárcel. Ensayista excepcional, es autor de varias obras, como "Investigación sobre significado y verdad" y "El análisis de la mente".
En 1930 Russell publica "La conquista de la felicidad" un plan para deshacerse de las principales causas de la infelicidad, dando cabida al afecto y, sobre todo, al sentido común. Es una obra ineludible en estos tiempos que corren. Además a pesar del tiempo transcurrido, sigue plenamente vigente.
Prefacio: Este libro no va dirigido a los eruditos ni a los que consideran que un problema práctico no es más que un tema de conversación. No encontrarás en las páginas que siguen ni filosofías profundas ni erudición profunda. Tan sólo me he propuesto reunir algunos comentarios inspirados, confío yo, por el sentido común. Lo único que puedo decir a favor de las recetas que ofrezco al lector es que están confirmadas por mi propia experiencia y observación, y que han hecho aumentar mi propia felicidad siempre que he actuado de acuerdo con ellas. Sobre esta base, me atrevo a esperar que, entre las multitudes de hombres y mujeres que padecen infelicidad sin disfrutar de ello, algunos vean diagnosticada su situación y se les sugiera un método de escape. He escrito este libro partiendo de la convicción de que muchas personas que son desdichadas pueden llegar a ser felices si hacen un esfuerzo bien dirigido.
[...] Las causas de estos diversos tipos de infelicidad se encuentran en parte en el sistema social y en parte en la psicología individual (que, por supuesto, es en gran medida consecuencia del sistema social!). Ya he escrito en ocasiones anteriores sobre los cambios que habría que hacer en el sistema social para favorecer la felicidad. Pero no es mi intención hablar en este libro sobre la abolición de la guerra, de la explotación económica o de la educación en la crueldad y el miedo. Descubrir un sistema para evitar la guerra es una necesidad vital para nuestra civilización; pero ningún sistema tiene posibilidades de funcionar mientras los hombres sean tan desdichados que el exterminio mutuo les parezca menos terrible que afrontar continuamente la luz del día. Evitar la perpetuación de la pobreza es necesario para que los beneficios de la producción industrial favorezcan en alguna medida a los más necesitados; pero ¿de qué serviría hacer rico a todo el mundo, si los ricos también son desgraciados? La educación en la crueldad y el miedo es mala, pero lo que son esclavos de estas pasiones no pueden dar otro tipo de educación. Estas consideraciones nos llevan al problema del individuo: ¿qué puede hacer un hombre o una mujer, aquí y ahora, en medio de nuestra nostálgica sociedad, para alcanzar la felicidad? Al discutir este problema, limitaré mi atención a personas que no están sometidas a ninguna causa extrema de sufrimiento extremo. Daré por supuesto que se cuenta con ingresos suficientes para asegurarse alojamiento y comida, y con salud sufiente para hacer posibles las actividades corporales normales. No tendré en cuenta las grandes catástrofes, como la pérdida de todos los hijos o la vergüenza pública. Son cuestiones de las que merece la pena hablar, y son cosas importantes, pero pertenecen a un nivel diferente del de las cosas que pretendo decir. Mi intención es sugerir una cura para la infelicidad cotidiana normal que padecen casi todas las personas en los países civilizados, y que resulta aún más insoportable porque, no teniendo una casa externa obvia, parece ineludible.
Creo que esta infelicidad se debe en gran medida a conceptos del mundo erróneos, a éticas erróneas, a hábitos de vida erróneos, que conducen a la destrucción de ese entusiasmo natural, ese apetito de cosas posibles del que depende toda felicidad, tanto la de las personas como la de los animales. Se trata de cuestiones que están dentro de las posibilidades del individuo, y me propongo sugerir ciertos cambios, mediante los cuales, con un grado normal de buena suerte, se puede alcanzar esta felicidad.
[...] El que ha conseguido liberarse de la tiranía de las preocupaciones descubre que la vida es mucho más alegre que cuando estaba perpetuamente irritado. Las idiosincracias personales de sus conocidos, que antes le sacaban de quicio, ahora parecen simplemente graciosas.
[...] Si se le rompe el cordón del zapato justo cuando tiene que correr para tomar el tren de la mañana, pensará, despues de soltar los tacos pertinentes, que el incidente en cuestión no tiene demasiada importancia en la historia del cosmos. Si un vecino pesado le interrumpe cuando está a punto de proponerle matrimonio a una chica, pensará que a toda la humanidad le han ocurrido desastres semenjantes, exceptuando a Adán, e incluso él tuvo sus problemas. No hay límites a lo que se puede hacer para consolarse de los pequeños contratiempos codiante extrañas analogías y curiosos paralelismos.